Estuve en reposo absoluto desde los 4 meses de embarazo, y desde ese entonces supe que Marcelo nacería antes de tiempo. Entraba a la semana 32 de gestación cuando las contracciones aparecieron; yo no sentía miedo, sino una inmensa alegría, y me sentía lista para conocer y recibir a mi bebé.
Dos días antes habíamos conocido al doctor que recibiría a Marcelo; nos habló del tiempo que tendría que permanecer en la UCIN (Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales) antes de poderlo llevar a casa y también de los riesgos que significaba que fuera prematuro. No hice mucho caso de sus palabras, excepto de las últimas que escuché al fin de la visita, “pero no se preocupen, lo sacaremos adelante”, lo que mi cerebro entendió simplemente como “él estará bien”, suficiente para que yo me sintiera tranquila.
El día en que nació Marcelo, con un 1.120 kg de peso y 34 cm de largo, había tenido tiempo suficiente para prepararme para lo que vendría, sabía que no lo podría abrazar de inmediato, sabía que sería muy pequeñito, sabía que lo tendrían que llevar rápidamente a la UCIN, y aún así fue el día más feliz de mi vida. Además, no podía quejarme, el doctor me dejó darle un beso antes de que se lo llevaran, así que estaba de gane.
Lo conocí hasta el día siguiente, en la visita de las 10.00 am. No puedo negar que fue un gran impacto verlo, tan chiquito, tan flaquito, arrugadito y peludito; no pude más que hincarme y exclamar “¡mi niño!”, mientras las lágrimas cubrían mis ojos. Sí, eran lágrimas por la impresión de verlo entre cables, aparatos y sondas, de tristeza, también, por verlo ahí tendido, tan frágil, tan pequeño, tan solito y tan expuesto, pero también eran lágrimas de alegría de poder verlo, de tenerlo con vida. La enfermera que estaría a su cargo durante toda su estancia corrió a levantarme y me dijo firmemente “señora, si quiere ver a su bebé tiene que controlarse, él la necesita fuerte, si va a llorar le voy a pedir que salga”. ¿Cómo podía pedirme aquella mujer que me controlara, cómo podía pedirme que no llorara? Claro, como no era su bebé el que estaba ahí. Pero ante la amenaza de no poder estar con mi bebé, me calmé, respiré profundo y me acerqué a él. Aunque no me gustó el tono, ni la forma, las palabras de aquella enfermera se quedaron grabadas en mi mente y mi corazón hasta el día de hoy “él la necesita fuerte”, y así es como intento estar para él, siempre fuerte.
Nos daban “permiso” de tocar sus manos, sus pies y su cabeza, nada más. Y fue así que pasamos los siguientes 15 días: Edgar, Marcelo y yo, tomados de la mano, a veces rezando, otras cantando, otras riendo, pero siempre así, tomados de la mano, y nada más; ¿cargarlo?, ni pensarlo, podría desconcertarse de los mil aparatos y sensores, o podría enfriarse, o, peor aún, se me podría caer de lo pequeño y frágil que era. Si en ese entonces hubiera sabido lo importante de que estuviéramos cerquita, pegaditos, él a mi y yo a él, de lo que le hubiera ayudado en su progreso y recuperación…pero no lo sabía.
No fallamos a ninguna de las visitas, todos los días de 10.00 a 11.00 y de 5.00 a 6.00, sólo eso, dos horas diarias que se iban como agua, que no nos sabían a nada, que no eran suficientes, pero era lo que había y había que aprovecharlas al máximo. El resto del día yo me quedaba en el hospital, veía la tele en la cafetería, leía un libro, tomaba café con quien llegara a visitarme, pero siempre ahí, lo más cerquita de mi bebé que se pudiera; yo quería que él me sintiera, me supiera cerca. A las 5.00 llegaba Edgar de la oficina para nuevamente hacer nuestra cadena de oración, de amor y de alegría con Marcelo.
Era sábado 11 de abril, con un poco más de peso y de color en el rostro, Marcelo ya estaba en una incubadora, básicamente creciendo y madurando, ya tomaba leche, MI LECHE, gota a gota se nutría de ella, y eso me hacia sentir muy feliz. Platicábamos Edgar y yo con la doctora de guardia de lo bien que veíamos a nuestro bebé, de lo tranquilos que nos sentíamos; ella sólo nos veía, y sus únicas palabras fueron “no se confíen, los bebés prematuros no tienen palabra de honor, hoy están bien, pero mañana la historia puede cambiar”. Y qué razón tenía, justamente al día siguiente Marcelo se enfrentaba a la batalla más grande de su vida, se encontraba entre la vida y la muerte. Una bacteria que salió quién sabe de dónde y se metió quién sabe por dónde, necrozó su intestino, causando una infección generalizada que corrió por todo el torrente sanguíneo, bla, bla, bla…. La vida de mi bebé pendía de un hilo y nadie sabía, ni los doctor mismos, si viviría o moriría. Entendimos entonces las palabras de la doctora de guardia, los bebés prematuras un día están bien, y al día siguiente quién sabe.
De ahí en adelante la estancia de Marcelo en la UCIN se convirtió en una aventura tras otro, en una batalla tras otra, hasta que después de 3 meses, pudimos llevarlo a casa. Entonces recordé la primer plática que tuvimos con el pediatra, esa en la que nos mencionó uno a uno los riesgos y peligros a los que estaba expuesto un bebé prematuro; si hiciéramos la lista de todos ellos, seguramente Marcelo vivió y superó cada uno.
Sin lugar a dudas, Marcelo, como cualquier bebé prematuro, es un sobreviviente, un luchador, un guerrero, que desde el primer día de su vida no sabe de derrotas, sino de victorias, no sabe de fracasos, sino de ganancias, no sabe lo que es darse por vencido, sólo sabe de entrega y fortaleza, y es así como nos ha contagiado a todos los que estamos a su alrededor, que lo único que hemos hecho ha sido acompañarlo en el camino que le tocó vivir y enfrentar, y hoy, nosotros, sus papás y su familia, lo vivimos y enfrentamos junto con él.