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Margarita G.

Ser mamá de un hij@ con necesidades especiales


Recuerdo a algunas mamás amigas que acababan de confrontarse con el diagnóstico de su hijo y apenas descubrían que tenían discapacidad, que ésta no se curaba pues no era una enfermedad y que su vida, independientemente de los avances y el desarrollo que tuvieran, era una condición de vida que tendrían hasta el final de sus días.

Seguramente dentro de las bondades y consuelos que escucharon después de sufrir ese terrible golpe fue el que las experiencias como esas te hacen crecer y ser “mejores personas”. Como era obvio, ellas afirmaban que preferían no ser “mejores personas” y mejor tener a un hijo sin discapacidad.

Sería aventurado generalizar los sentimientos de todas las mamás respecto qué significa tener y sentir a un hij@ con necesidades especiales, pero sin duda puedo afirmar que para mal o para bien, cada mamá sufre una real transformación en su persona. Se convierte en una mujer diferente a la que era antes de tener un hijo con discapacidad.

Generalmente, las circunstancias fuertes que nos suceden en el transcurso de nuestra existencia son aquellas que nos hacen crecer como personas, las que nos dan la fortaleza y el arrojo para seguir adelante y no dejarnos vencer. Es así como a partir de ser mamá de un hijo con discapacidad, V I V I R se convierte en una aventura ambivalente de sentimientos, de emociones y de muchas situaciones que jamás hubiéramos pensado tener. Aquí, la vida se vuelve intensa.

Esta intensidad es la que nos permite darnos cuenta conscientemente del día a día que vivimos. Si fue un día bueno, nos sentiremos satisfechas por el trabajo y los frutos que obtuvimos. Nos provocará muchísima alegría y disfrutaremos como nadie en el mundo, algún logro, una mejor participación en la escuela, una mayor intención de comunicación, que haya comido bien o que simplemente haya regalado una sonrisa a alguien inesperado. Recuerdo perfectamente el día, la hora y la ropa con la que estábamos vestidas cuando mi hija a los casi 5 años dio sus dos primeros pasos, sólo dos, eh? (Hoy ya da muchos más). No podía dejar de celebrar ese hecho tan natural pero tan extraordinario para alguien con parálisis cerebral. No sentí, pero ni siquiera parecido, el día que mis otros dos hijos comenzaron a caminar, ellos en ese momento no solo dieron dos pasos, dieron tres, luego cuatro y así comenzaron la marcha.. No quiere decir que no haya sentido nada, al contrario, me sorprendí de la misma naturaleza. De cómo solitos sin nada que hacerles, gatearon, caminaron y hablaron. Claro que me dio mucho gusto pero era algo esperado, algo implícito en el desarrollo. Lo que quiero decir es que la intensidad de los sentimientos respecto a la vida se transforman al tener a un hij@ con discapacidad.

Sin embargo, también tenemos el otro lado de la moneda que no nos gusta tanto, que no quisiéramos vivir, que más bien nos confronta con nuestra realidad y nos hace cimbrar el corazón de dolor. Este sentimiento también es más intenso, más fuerte, más concreto y sobre todo más penetrante. Existen y existirán durante toda nuestra vida con un hij@ con discapacidad momentos y experiencias de mucho dolor que hubiéramos querido que fueran diferentes. Desde el día que nos dieron el diagnóstico hasta algunos eventos sociales como el propio festival del día de las madres en donde todos bailan y brincan, la fiesta infantil en la cual todos corren y gritan, las miradas morbosas o comentarios desatinados y fuera de lugar, un acto de discriminación en el ámbito educativo, cuando nuestro hij@ no va avanzando como nosotros quisiéramos o bien hay un retroceso en su desarrollo. Hasta quizá, si “futureamos”, cuando se de cuenta de su propia discapacidad y él mismo sea testigo de un acto de discriminación. Nos duele profundamente en el corazón oír noticias de los médicos, terapeutas o maestros que más bien nos demuestren que por más trabajo que exista los resultados no son los esperados. Sin embargo, también es cierto que muchos de esos dolores se basan en las expectativas que nosotros como papás todavía tenemos de ese” hijo ideal” y que no logramos enterrarlas. Quizá la herida puede doler más si todavía está abierta y no ha sanado del todo.

No obstante, ese mismo dolor, a veces tan intenso que el pecho se contrae, nos da el empujón para no dejarlo pasar ni evadirlo. Necesitamos sentirlo, reconocerlo, aceptarlo y después dejarlo fluir. Eso es lo que nos hace fuertes, nos da un aliento de esperanza, nos invita a no desfallecer, a no rendirnos, a seguir por ellos y por los que vienen. Si obviamos y huimos de ese dolor y realidad, es probable que la angustia, el enojo, el miedo, la incertidumbre y todo lo que conlleva el pensar en el futuro nos desgaste la energía que necesitamos para nuestro presente. Es esa intensidad de dolor en el corazón, esa compasión, la que nos conmueve frente al otro y nos mantienen para seguir adelante. El dolor que experimentamos cada una en una escala y momento diferente es creo yo, lo que nos vuelve más humanas y nos hace conscientes de lo que en verdad vale la pena.

Habría que valorar en estos tiempos, esta intensidad de vida que nos deja ser mamá de un hij@ con necesidades especiales cuando hoy vivimos en una sociedad que hace honor a la apariencia, a lo efímero, a lo material. Una cultura social que prefiere evadir el dolor y reconocer solo al placer como fuente de la felicidad.

Después de esta reflexión quizá muchas mamás continúen pensando que hubieran preferido ahorrarse el ser “mejores personas” y tener a un hijo sin discapacidad (a mi juicio no sería el que tenemos). Sin embargo, estoy convencida que esa afirmación solo podremos confirmarla o refutarla hasta el final de nuestros días en el momento en que hayamos visto la película completa de nuestra vida y hagamos un balance de lo nos dio ser mamá de un hijo con necesidades especiales.

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