Una querida amiga de PHINE nos comparte una experiencia que vivieron ella y su familia recientemente. Gracias Romy.
No me des las gracias por favor.
Hace varios viernes atrás, fui a comer al Charco de las Ranas de Periférico, con mis tres hijos y como ritual riguroso al terminar pasamos por la tan esperada “tiendita de dulces” que se encuentra a la salida del restaurante. Es una vitrina donde están los dulces y del otro lado la señorita quien atiende.
Estábamos deliberando cual iba a ser nuestro manjar después de haber devorado unos deliciosos tacos y sopes cuando llega un niño, aproximadamente, de 11 años de edad, claramente, con problemas motrices y de lenguaje. Al acercarse al mostrador empujó a mis hijos, quienes solo voltearon a verlo y no dijeron nada.
Inmediatamente, la nanita del niño llegó al encuentro y con sus ojos me pidió una disculpa, a lo que yo respondí con una sonrisa. El lenguaje corporal es tan valioso, que dice más que mil palabras.
Acto seguido el niño me pregunta: ¿Cómo te llamas? Le respondo con una sonrisa: Romy. Voltea, ve a mi hijo y pregunta nuevamente: ¿Cómo se llama él? Y Eugenio le contesta con un empujón mío para que respondiera: Eugenio. El niño vuelve a preguntar: ¿Cómo se llama él? Y comprendo que no entendió, no es fácil entender a un niño de 3 años con un nombre lleno de diptongos. Con una sonrisa le digo: Eugenio.
En ese momento llega su mamá y lo abraza por atrás y le dice: “Espera, la señora llego antes”. Mientras lo abrazaba le contenía los brazos.
Yo, le respondo: “no te preocupes, mis hijos ni siquiera saben que quieren por favor, escojan ustedes.”
Nuevamente, me pregunta, el niño: ¿Cómo te llamas? Y le contesto viéndolo a los ojos: Romy. ¿Y tú? Me dio su nombre, mismo que olvide por el ajetreo y gritos de los niños.
Todos pidieron al mismo tiempo y partimos juntos.
Al salir del restaurante, volteo y le digo al niño: Adiós (le dije su nombre, que penosamente olvidé) me dio gusto conocerte. Él levanta su mano temblorina y me dice: Adiós.
En ese preciso momento, su mamá voltea y con una luz en los ojos dice: “gracias, muchas gracias”.
Han sido las “gracias” más sinceras y profundas que he recibido. Me conmovió mirada de la mamá. Literalmente, tocó mi corazón. Y sólo pude responderle: de nada.
En cuanto nos subimos al coche, mis hijas me dijeron mamá ese niño tiene una discapacidad y el dialogo comenzó.
Yo: sí mis amores, parecía que no podía controlar bien sus manos, pero notaron que linda mirada tenía
Montse: si mamá. Y lo que me gustó es con que ojos te veía Carolina: mamá te vio muy tierno. Qué lindo niño. Y a Eugenio también lo veía muy bonito.
No hubo más comentarios al respecto pero se creó un silencio, pequeño.
En ese momento pensé. ¿Por qué su mamá me dio las gracias? ¿Acaso porque me comunique con su hijo y lo traté como a cualquier niño? ¿O por qué?
En mi plática interior concluía: Creo que la que debe de darle las gracias soy yo, el valor de una mínima conexión nos dejó lleno el corazón por mucho tiempo. Seguramente, ella no sabrá lo que su hijo permeo en nosotros, pero nosotros sí y venimos llenos.
En la noche al rezar, mis hijas hicieron una mención especial por él pero sobre todo por la linda mirada que le había dedicado a su mamá y a su hermano.
Sólo me queda dar las gracias… muchas gracias. Esa mirada se tatuó en la vida de 3 niños y un adulto por siempre. Gracias infinitas.