La maternidad especial me confronta y une a lo esencial de mi existencia. Me convoca, preparada o no, a asumir el sentido más profundo: amar y permitirme ser amada incondicionalmente.
Ordinariamente nos vivimos evadiendo esta vocación. Nacimos y nos fuimos inscribiendo en un contexto familiar y social construido desde cómo “debemos ser”. Construido desde profundas heridas de desamor, abandono, violencia, exclusión… Inconscientemente asumimos que como estábamos siendo, no estaba bien. Y siguiendo el deseo de pertenecer, de ser acogidas, valoradas, protegidas y amadas, asumimos que debíamos renunciar a nosotras mismas. Dejar de atender lo que sentíamos, lo que pensábamos y deseábamos para adaptarnos a lo que se esperaba de nosotras.
Si mi hijo o hija hubiese nacido como era esperado, me hubiese sido más fácil seguir postergando la invitación a acoger la vida tal como es y seguir negándome frente a mi misma y a los demás.
La maternidad especial me deja al desnudo, sin máscara posible que oculte y niegue la vida tal como es. Me arranca día a día de la posibilidad de seguir viviendo en la fantasía de vivir en el mundo ideal de lo que “debe ser”.
La invitación de amar y abrirme a ser amada incondicionalmente, a aceptarme y valorarme tal y como estoy siendo aquí y ahora, está en un sobre abierto y por más que me esfuerce no puedo cerrarlo.
Me confronta con mi más profunda herida y me invita a crecer en amor, paz y justicia a través de la escucha de mi misma. Me invita a volver sobre mi para atender a lo que siento y desde ahí descubrir lo que necesito y quiero porque “lo que debería ser” ya no está dentro de mis posibilidades y no responde a mis necesidades.
Me invita a soltar mi apego a la vida. A reconocer que la vida no es como yo quiero que sea, como “debería” ser. Sencillamente es como es; no me pertenece, no tengo control sobre ella. La vida me ha sido dada gratuitamente. Como el aire, se me ofrece día a día para gozarla mientras me es posible, al margen del costo de lo que yo tengo que soltar, de lo que yo tengo que desprenderme para acceder a ella; incluyendo mis expectativas y mi angustia por cumplir las expectativas de los demás.
Me invita a ser humilde, a rendirme y ser dócil. A permitir que el amor se abra camino desde lo más íntimo de mi ser a su tiempo y a su ritmo. Me invita a estar atenta a cómo fluye el amor entre nosotros para dejarme llevar por él a donde él me quiera conducir. Me invita a tomar, a recibir, valorar, agradecer y celebrar la vida, tal cual es, aquí y ahora.
Me invita a confiar en mí misma, a validar mi experiencia, a sanar mis más profundas heridas. Sólo reconciliándome conmigo misma, escuchándome cómo estoy, cómo me siento, lo que honestamente pienso y apasionadamente quiero, seré capaz de abrirme a la vida tal cual es. Porque habré aprendido que en de toda experiencia, incluso las más dolorosas, hay siempre una invitación a crecer en libertad, amor y justicia. La paz y la alegría son el fruto de vivir en armonía conmigo misma aquí y ahora. Un fruto que se cosecha dejando de luchar y de resistirme a la vida, tal cual es. La confianza fundamental de que el amor está ya presente, en mi, en los demás y entre nosotros, es la llave para abrir el corazón para descansar, dejarme llevar y habitar en el amor.