Cuando supe que habían entrado varios pequeños con discapacidad al salón de kinder de mi hija Ana quise estar lista para responder, lo mejor que me fuera posible, a todas las preguntas que pudieran surgirle a partir de ese primer contacto con sus nuevos compañeros. Pensé que sería una buena oportunidad para introducirla a los conceptos y valores de la inclusión, la diversidad, las similitudes, etc.
Pasó el tiempo y hasta el día de hoy, más de cinco años después, nunca llegaron las preguntas, ni una sola. Ella lo tenía todo claro. No necesitó clasificar, razonar o ponerle una sola palabra a nada. No había nada que explicar. Todos eran sus queridos compañeros de kinder.
De manera imperceptible y natural se sembró en su corazón la capacidad de captar las diferencias sin filtro, sin juicios ni calificativos. Igualmente espontáneo, sabía cuándo ayudar, cuándo dejarse ayudar o mantenerse al margen. Si un día iba malhumorada a la escuela y sin ganas de socializar, ignoraba a todos y no le dispensaba ningún trato especial a nadie.
Así fue como cambió lo que creí saber sobre cómo proceder ante la discapacidad e inició mi propio aprendizaje a través de lo que Ana, sin proponérselo, me iba enseñando, por ejemplo el significado genuino de la inclusión. Eso fue particularmente relevante, porque aunque en esencia yo sabía que la inclusión implicaba abrazar la diversidad desde el respeto y reconocimiento de la dignidad y valía del otro, verlo en la práctica, a través de mi hija, generó en mi corazón un nuevo entendimiento.
Comprendí que con mis “explicaciones” -plagadas de creencias e ideas preconcebidas -, aunque bienintencionadas, hubiera intervenido y seguramente alterado la manera en que Ana formó sus primeros vínculos de amistad, compañerismo, solidaridad, respeto y un listado amplio de sentimientos nobles y elementales, y habría desensibilizado una capacidad innata de empatizar con quiénes te rodean.
Vi también como ella era aceptada y amada tal cual es y ella es todo menos común.
Entendí también que es idéntico el amor que siente una mamá por sus hijos, sin importar su género, capacidades o diferencias.
Que afortunada es Ana de haber tenido la oportunidad de dotar a su alma, de forma natural, sin explicaciones complejas, de una verdad que a muchos les toma tiempo entender: todos somos diferentes, valemos y tenemos capacidades distintas, y principalmente, todos pertenecemos, no deberíamos necesitar ser incluidos.
Para mi querida amiga Ana Elisa, para Mario, para las madres y padres de hijos con necesidades especiales que tienen que lidiar con la ignorancia y la indiferencia de un mundo necio, temeroso y excluyente, sé que su labor es agotadora pero sepan también que una de las herramientas mas poderosas con las que cuentan es su ejemplo. El trato amoroso que abarca a todos los miembros de sus familias por igual, la aceptación incondicional, la búsqueda incesante de posibilidades, la forma de educar, el compromiso en la creación de sociedades de respeto y trato digno para sus hijos, etc., todo eso, no tengan duda, nos ayuda a evolucionar como humanidad.