Al principio, cuando supimos de la discapacidad de nuestra hija, yo lloraba casi todo el tiempo, todos los días sentía un hueco en el estómago cuando era hora de levantarse e ir a terapias y doctores. Sentía que la vida siempre iba a ser así.
Y no, ahora soy muy feliz, tengo una hermosa familia, amigos, trabajo, y por supuesto que la discapacidad de mi hija ocupa mucho de mi tiempo, energía y pensamientos, pero ya no lloro todo el tiempo. Es una situación más dentro de la vida diaria, y las alegrías que nuestra hija nos da van mucho más allá de la discapacidad.
Pienso también que por mucho tiempo viví un doble dolor: primero, el dolor por ver a mi hija viviendo una discapacidad que desearía no viviera; y el segundo, el dolor referido a mi, a que yo no tuve la hija esperada, a que mi vida iba a ser diferente de lo planeado.
Hoy, ese dolor referido a mi siento que ya pasó, acepto la vida que tengo, la abrazo y soy una persona, madre, esposa, amiga, feliz. Pero el dolor por ella, por las cosas que sé que ella quiere hacer, por los deseos que veo que ella tiene y que no puede materializar, ese permanece, a veces con más fuerza, a veces con menos, y hay días en que sí, vuelvo a llorar.
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